mayo 16, 2003

De: Ya no quiero ser mexicano, Ed. Nula, 2007

Identidad frente al espejo roto
(Prólogo a Ya no quiero ser mexicano, por J. M. Servín)

“En este mundo cualquier cosa puede suceder y hay que estar dispuesto a todo”, dice una especie de proxeneta de gays al narrador en “Jaap”.
En Ya no quiero ser mexicano escenarios urbanos desquiciantes sombrean a personajes al borde del precipicio. La narcosis como aliada contra la frustración y el odio. El narrador es uno más entre millones de prófugos de su destino. Es él y sus circunstancias, adversas siempre, hilarantes una vez que logra despojarlas del patetismo, los golpes de pecho y el juvenilismo al que recurren otros escritores pretendidamente iconoclastas.
Resultaría pretensioso llamar “autoexilio” a la iniciativa de quien, sin persecución política mediante, emprende una larga estancia en Europa, salvo porque ésta fue motivada por un furibundo rechazo a las raíces y cultura de origen. El periplo trasatlántico de Mauricio Bares, continuado a marchas forzadas en México, le sirvió de autoinmolación para despojarse de prejuicios y como tour de force hacia sus propios abismos. Pero asomarse al abismo es peligroso porque el abismo termina por asomarse a ti, afirma Nietzsche.
Estoy convencido de que existen muchos más mexicanos de los que calculo que ya no desean serlo, incluido yo. Desafortunadamente uno es lo que es y sólo queda remar contra la corriente. El conflicto entre realidad e intelecto es ineludible. La deriva como mapa de ruta amplía las posibilidades de confrontar el absurdo y el patetismo de lo que se suele llamar “identidad nacional”, venga de donde venga.
A lo largo de estas crónicas prevalece el desenfado y la evidente confirmación de que como individuos y como historia, los mexicanos tendríamos sobradas razones para impugnar lo que somos. Y no hace falta ser un especialista en ciencias sociales, o atiborrarse de las noticias con que los periódicos y el entretenimiento por televisión -sobre todo el informativo- le dan vuelta al cilindro que hace bailar al mico llamado “Nacionalismo”, engendro del Poder que ha opuesto a los hijos contra sus padres y a éstos contra los hijos.
Un anhelo de sustitución prevalece en esta suerte de testimonio generacional. Siguiendo la ruta de los grandes escritores realistas, Bares se desenvuelve como un apasionado de la verdad y la moral, pero no de esa moral que simula o oculta los aspectos más deplorables de la vida. Bares señala lo peor de nuestra condición bajo la facha de latinoamericanos profesionales dizque sufridos y heroicos, prestos siempre a gritar ¡Viva la revolución, viva el zapatismo! donde asoma una rubia amante de lo exótico.
Mauricio Bares ha sido colaborador de suplementos y revistas culturales, además de traductor. Como editor ha dirigido Nitro/Press de 1997 hasta la fecha. Sofisticada y ambiciosa, esta editorial ha publicado una revista, libros de ensayo, periodismo y narrativa; videos, postales y calcomanías: muestras de que en México, a pesar de sus pretensiones y simulaciones (el rey va desnudo porque debe hasta la camisa), existen artistas propositivos, autocríticos y sobre todo, contemporáneos a una realidad global mucho más compleja y dinámica que aquella propagada oficialmente cada 15 de septiembre y en los informes de gobierno.
Algunas de las crónicas de Ya no quiero ser mexicano fueron publicadas en A Sangre Fría, el tabloide de “morbo y frivolidad” que junto con el autor tuve oportunidad de coordinar y editar entre 1992 y 1993.
Bares se rebela a ese fatal accidente llamado “identidad”, al menos como la entiende la gran mayoría de los mexicanos, tan hechos a sufrir y aguantar. Así lo expone en “Economía política del pesero”: “Todos sabíamos que la vida se reduce a un trozo de mierda para el noventa por ciento de mis compatriotas, pero eso no me hace quererlos, tampoco compadecerlos, ni a ellos ni al diez por ciento restante”.
Tendrán que entender que como prologuista no pueden exigirme ser objetivo. Hubo un momento en que creí sinceramente que las obras de Mauricio Bares, algunas de ellas aún inéditas, no podrían ser rechazadas por ninguna editorial “seria”. Me equivoqué y me di cuenta de la importancia de un tipo como Bares: emprendedor, irresponsable con su tiempo y su dinero y sobre todo, leal a sus amigos, algunos de ellos escritores como él. Durante muchas y prolongadas reuniones hablamos de literatura sin hablar de su literatura. Sólo parecía escucharme, más bien indiferente, sin interés alguno excepto cuando aparecía la obra de Faulkner o Paul Bowles, o un tópico de fútbol que aprovechábamos para reírnos de las chambonadas e imposturas de las luminarias locales, tan parecidas en su medianía a la de sus símiles literatos. Ahora veo que fue un tiempo de recapitulación donde fortaleció sus convicciones y oficio de narrador.
Quince años después de que estas crónicas comenzaron a escribirse, el aquí y el ahora es el mejor momento para suscribir el título que las agrupa. Sus planteamientos se prestarían a juicios sumarios a no ser porque basta con mirarnos al espejo para darnos cuenta de que la anomia de los mexicanos se manifiesta precisamente en una resignación autodestructiva producto de una histórica crisis de identidad. Ya no quiero ser mexicano cumple su propósito: restregarnos en la cara lo que somos, a pesar nuestro, y sobrellevar la insensatez de la demagogia y la crueldad del destino acercándonos a la obra de un escritor que a través de su expresión naturalista y honesta, puede llamar a la mierda por su nombre.

LAS BICICLETAS TAMBIÉN SE EMBARAZAN
(de Ya no quiero ser mexicano!, Ed. Nula, 2007)

I.
Ámsterdam debería significar lugar de las bicicletas. O lugar de las perversiones. Basta pensar en las hermosas holandesas que se frotan con el asiento a cada pedaleo, vistiendo frecuentemente entalladas minifaldas elásticas que dejan a la vista el impacto de su intimidad. Pienso también en los tipos sin otra ocupación que esperarlas pasar, apostados en sitios estratégicos, en especial durante el verano cuando las nenas se despojan de los mallones que las protegen del invierno inclemente y obsequian a los mirones un trocito de tela azul cielo o rosa pastel.

II.
Desde hace casi un siglo las bicicletas son un medio de transporte bien establecido: hay dieciséis millones en el país –casi un millón en Ámsterdam– y recorren las calles por carriles exclusivos para ellas. Cuando los nazis invadieron Holanda, enviaron a judíos y gitanos a los hornos, y lo mismo hicieron con miles de bicicletas, fundiéndolas para hacer tanques y armamento. Hoy en día, son tan reclamadas éstas como aquéllos.
Además existe todo tipo de aditamentos para integrar las bicicletas a la vida útil. Mi hermana, por ejemplo, había instalado en la suya dos sillitas para llevar a sus hijas a la escuela. Su bicicleta y la de su esposo se encadenaban al barandal del corredor justo afuera del departamento que rentaban en una especie de Tlatelolco mastodóntico. Desde la ventana del cuarto que ocupé durante un año, podían verse las dos bicicletas, además del paisaje diez meses lúgubre. Una cortina gruesa y oscura me protegía de la luz infame, aunque era cierto que en tales latitudes la luz es pálida, enfermiza, y que el sol, mezquino, parecía absorber calor en vez de irradiarlo. Aún así, el sol es el sol y mi vida de vampiro alcohólico y drogadicto hacía de la luz artificial lo único asimilable para mis ojos rojos. Además, como una oferta, como una promoción, como una propaganda, el invierno europeo ofrecía una inmejorable ventaja: ir a la cama a las ocho de la mañana, mientras el sol austral todavía duerme, y levantarme a las cuatro de la tarde cuando el astro huye como perro con la cola entre las patas: vivir en completa oscuridad las veinticuatro horas del día.

III.
Pero cierta mañana los intestinos se me retorcían como víctimas de algún nudo ceñido e impío, por lo que me vi obligado a abandonar mi féretro y correr al baño. Una vez allí descubrí que habíamos agotado nuestras reservas de papel higiénico. Me sentí humillado. De todos modos grité pidiendo a mi hermana algo para reemplazarlo. Nadie contestó. Sólo escuché, fuera del departamento, el inconfundible claqueo de las cadenas con que sujetábamos las bicicletas. Debía ser mi hermana regresando de recoger a sus hijas de la escuela al mediodía. Me extrañó no escuchar el neerlandés en voz de las niñas ni las respuestas en el ya deformado español de mi hermana. Sorprendido como el tigre de Santa Julia no tuve oportunidad de correr: al salir del baño y del departamento ratifiqué que acababan de robarnos la bicicleta de mi cuñado, quien roncaba plácidamente en su recámara.

IV.
Otra oscurísima tarde de invierno, tiempo después, mi hermana y su familia salían de fiesta. Sin trabajo, sin dinero, sin mujer, la ciudad más delirante del planeta aún tenía muchas cosas que ofrecer para ocupar mi tiempo de ocio. Mirar al techo, por ejemplo. A las paredes. Al piso. Sólo la urgencia extrema me hacía usar y abusar de la pornografía, también asequible por televisión a horas bien determinadas: estos holandeses piensan en todo.
Fue esa noche, tumbado sobre mi cama, que nuevamente escuché las cadenas claquear. Ante la sospecha de otro robo, corrí hacia la ventana y alcancé a divisar la figura de un hombre sobre la única bicicleta que nos quedaba (la de mi hermana con sus sillitas para transportar a sus hijas): el tipo se veía montado en ella, como cabalgándola, pero con el cuerpo echado hacia el frente y lamiendo el manubrio, o algo así. Desde la relativa oscuridad del pasillo, la silueta sintió el golpe de luz artificial de mi habitación al momento en que descorrí la cortina, desmontó la bicicleta y salió huyendo. Tres cosas me quedaron claras: era un hombre, tenía el pelo enmarañado de los rastafaris, pero era blanco. Me pareció una chingadera tener que salir a romperme el hocico en holandés. Debí cruzar mi cuarto y la antesala para llegar a la puerta de nuestro departamento y abrirla de golpe para asomarme al largo pasillo: nadie. Era prácticamente imposible que alguien recorriera todo el pasillo hasta el elevador en menos tiempo que el que yo empleé desde mi cuarto hasta la puerta. Debió ser un nuevo vecino, alguien a quien yo no conocía pero con acceso a uno de los departamentos de ese piso.
Me acerqué a nuestra bicicleta sólo para corroborar que las cadenas permanecían intactas, ningún candado forzado. A punto de regresar a mi habitación descubrí el logro máximo de nuestro visitante secreto: vaciar su testosterona sobre el asiento de la bicicleta de mi hermana.

V.
La vida era una noche interminable, así que transcurrían las noches, no los días. Vagaba incansable, pobre y hambriento por las calles de la oscura Ámsterdam, enfilando casi siempre hacia la Zona Roja.
Rondaba los callejones entre negros que me ofrecían cocaína a precio de speed (una imitación química y un poco vulgar de la caspa del diablo); entre rubias desabridas que me prometían la mejor mamada de mi vida si les regalaba un poco de heroína, sin entender que ellas eran las heroínas; entre turistas pendejas que apretaban sus bolsos contra sus cuerpos al verme cerca de ellas, pues creían que bajo el abrigo podía traer algo más afilado que mi pluma; vagaba entre incrédulos que fumaban hashís en la calle sólo porque era posible hacerlo; entre italianos que compraban condones de todos colores y sabores y que se deleitaban mirando tetas de papel provenientes de todos los rincones del orbe.
Pasaba de largo frente a los más elevados centros de salud y recreación, cuyos cancerberos turcos y marroquíes tenían los mismos rasgos caninos que sus colegas en todo el mundo, el mismo anillo en el meñique. Ellos, entre sonrisas —la sonrisa como acto de vileza— me invitaban a contemplar fabulosas cogidas en vivo: mujeres de vaginas insaciables contra hombres de falos infalibles, quizá inflables.
Inconcebibles muñecas me sonreían desde sus vitrinas, alumbradas favorablemente bajo la luz roja. Nunca entendí a los holandeses que estacionaban sus bicicletas frente a las vitrinas de colombianas gordas, si a la vuelta había holandesas que podían competir por el título de Miss Universo, Miss Infinito, Miss Bares. Sin duda habría pagado los cincuenta florines de haberlos tenido. Habría planeado un atascón de heroína, cocaína y alguna Josefina, pero el hambre ya era entonces una droga barata y efectiva. Los ayunos me ayudaban a lograr visiones, alucinaciones de tercera categoría, momentos de pasmosa lucidez, hasta frases célebres.

VI.
Un día mi hermana se quejó de que por las mañanas, con cierta regularidad, encontraba el asiento de su bicicleta manchado con algo seco pero pegajoso, como caca de algún pájaro extraño.

VII.
Mi cuñado y yo fumábamos hashís en casa, casi a diario. Había noches en que, debido a la hora, ninguna tienda de los alrededores podía proveernos de papel para liar, o de tabaco para rellenar los carrujos, ni de hashís cuando lo terminábamos antes de lo calculado. En casos de desesperación, teníamos en el vecino un ángel de la guarda, un genio protector para la satisfacción de nuestros deseos, un holandés con reminiscencias hippies (pelo largo, ropa étnica, amor y paz) que hospedaba tipas locas por algún tiempo a cambio de compañía. Una flaca correosa y pálida era su pareja en turno. Se había mudado con poco equipaje pero trayendo un perro gigantesco de aspecto criminal, aunque de carácter torpe. También había traído consigo su bicicleta.
Con el vecino todo era cuestión de salir a la terraza en la parte posterior del departamento y llamarlo. El perro nos miraba con ojillos inquisitivos. Y desde su terraza el vecino despachaba nuestras peticiones: durante el día regalaba caramelos a mis sobrinas, por la noche nos obsequiaba otro tipo de caramelos a nosotros.

VIII.
Una noche de forzada abstinencia mi cuñado salió a la terraza a pedir otro deseo a nuestro ángel de la guarda. Fumamos una maravilla tailandesa que nos colocó en un estado zen perfecto. Con hashís y televisión encontrábamos algo muy parecido a la felicidad.
No quise arruinar el momento. Mi cuñado ignoraba todo lo relativo a nuestro vistante nocturno y, por lo mismo, desconocía el origen de las extrañas cacas de pájaro que mi hermana limpiaba todas las mañanas del sillín antes de montar su bicicleta para llevar a sus hijas a la escuela. Mi cuñado también ignoraba que esa misma noche nuestra bicicleta había recibido otra descarga seminal, que dejaba de ser semanal y se convertía en rutinaria, aumentando su frecuencia desde la noche en que estuve a punto de descubrir a su emisor. Preferí callar. Cedí toda mi atención a una fabulosa cogida que se llevaba a cabo dentro del televisor. De pronto, como por arte de telepatía, mi cuñado viró la cabeza para comentar en algo parecido al español: nuestro ángel de la guarda se cambió el peinado como rastafari, tú crees?
Dejé que otros dos caballeros se cogieran a la heroína de la película, y al término de ésta, luego de que mi cuñado se retirara a tener dulces sueños, salí del departamento con un carrete de cinta adhesiva y coloqué en la puerta del generoso vecino un condón, acompañado de una nota que en inglés intentaba decir:

Querido vecino:
Entendemos que el respeto a la perversión ajena es la paz. Coincidimos en que las bicicletas se convierten en seres más entrañables que los humanos, y por lo mismo nos preocupa que la nuestra sea víctima de un embarazo no deseado. Las instrucciones para el uso del aditamento que le obsequiamos son muy sencillas.

Atentamente,
sus vecinos.