julio 20, 2005

De: Sobredosis, Nitro/Press, 2002


AYUNTAMIENTO 52, CENTRO

—Apúrate. Ponte los zapatos antes de que tus hermanas despierten de su siesta —fueron las palabras de su madre al apagar el enorme televisor Philco en blanco y negro.
Llevó al niño hacia la cocina. Antes de empinar un último trago de nescafé, ofreció un sorbo a su hijo.
—A ver, deja limpiarte la cara —se quitó un delantal limpio, aunque luido, humedeció una punta en la pileta del fregadero y talló boca y mejillas del niño.
La puerta del departamento, antaño basada en cuadrados de vidrio traslúcido y enmarcados por cancelería de hierro, veía algunos cristales sustituidos por remiendos metálicos. Salieron sin hacer ruido. El sol caía con furia sobre el patio. Los vecinos se refugiaban en sus departamentos. La mujer tomó al niño de la mano y lo condujo así todo el camino. Cruzaron con velocidad el patio, tranquilo a esas horas salvo por tres niñas que brincaban la reata, sin los muchachos jugando futbol.
Al llegar a la calle, dieron vuelta a la izquierda y caminaron por Victoria hasta José María Marroquí, donde viraron a la derecha para evitar las cantinas y pulquerías de Victoria.
En la esquina con Marroquí, el olor de la confitería, de sus dulces y galletas a granel, de los caramelos y la colación, de chocolates y bombones, del malvavisco y las confituras, despertaron en el niño un apetito muy parecido al vicio. La mujer compró doscientos gramos de malvaviscos y puso dos en la boca de su hijo.
Pasos más adelante, todavía sobre Marroquí, la madre se persignó ante las puertas laterales de la iglesia de San José, sin sospechar que dos décadas más tarde un terremoto habría de derrumbar parcialmente el templo, ni que, más importante aún, las cenizas de ella misma viajarían en una de sus naves casi treinta años después.
En la esquina con Ayuntamiento vieron en primera instancia el parque de la Plaza de San Juan, con la obra negra de lo que pronto sería el mercado de artesanías. En la Plaza, destacaban de la gente común los extranjeros de diversas razas; su extravagancia sólo encontraba rivalidad en los teporochitos que buscaban restos de comida en los improvisados depósitos de basura. A la derecha, la iglesia del Buen Tono reposaba sobre lo que alguna vez fuera un templo menor de los aztecas, por cuyas caras laterales debieron correr sangre y restos de cuerpos ofrendados a un dios déspota. Contiguo a la iglesia, se veía el edificio de la antigua Compañía Cigarrera Mexicana y los billares a cuyas puertas estaban los sillines entoldados de los boleros, quienes a esa hora parlaban ya relajados. La mujer dio tiempo para que el niño volteara un poco más hacia la derecha y viera, en la acera de enfrente, el largo edificio de cuya cornisa se erguían, presumidas, tres letras mágicas: XEW.
—Mamá, llévame al programa.
La mujer, sosteniendo en la suya la mano de su hijo, lo miró sin reflejar sentimiento alguno, lo que en el código de sus relaciones significaba una profunda muestra de cariño. Su hijo sonrió.
—Al rato —respondió la mujer, instándolo a proseguir.
Tomaron Ayuntamiento a la izquierda, en dirección opuesta a la estación de radio que ahora también ostentaba una incipiente emisora de televisión. Pasaron frente a un expendio de jugos, donde el niño miró un mostrador con enormes piñas y sandías, entre otras frutas y verduras adornadas con hojas de palma aún verdes. En el interior del expendio, dos niñas peinadas con colitas cantaban y bailaban acompañando a la voz de Manolito, que salía de un pequeño aparato de radio.
Cruzaron Dolores, dejando atrás un par de cantinas. La fermentación del pulque y la cerveza de barril se confundía con el olor a orín cocido al sol. Un borracho dormía boquiabierto y tendido a lo largo de la acera, impidiéndoles el paso.
—No mires —ordenó la mujer presionando la mano del niño, lo cual era, sin pretenderlo, una invitación a desobedecer.
Lo rodearon bajando de la acera durante algunos pasos. Atravesaron Aranda e inundaron sus pulmones con el aroma de los molinos de café, que en esos momentos tenían su segunda hora pico del día. En las mesas del café Villarías había mujeres que no tenían ninguna preocupación por comprar el mandado ni guisar nada, a juzgar por la parsimonia con que daban sorbos a los tazones de café frente a sí.
La mujer dio tiempo para que su hijo mirara la punta soberbia de la Torre Latinoamericana y, enseguida, doblaron a la derecha en López, donde el niño reconoció el restaurante de frituras donde solían desayunar los domingos con toda la familia. La mujer se detuvo para saludar ondeando una mano y dibujando una sonrisa, muy leve, que no correspondía al gusto reflejado en el brillo de sus ojos. Varias personas devolvieron el saludo desde el interior del establecimiento. Continuaron entre el río de gente de la calle de López y estaban por atravesar Peredo cuando un hombre rubio los detuvo entregándoles un volante y explicando que entre todos debíamos detener el lanzamiento del Apolo 13 a la luna, que aún quedaban dos semanas para impedir que el hombre entrara en el espacio de Dios. La mujer dijo gracias en un tono duro y siguieron su camino, buscando siempre la sombra. Media cuadra más adelante, una mujer ataviada con una sobria bata blanca y con lentes cuadrados de pasta negra, posada a las puertas de una óptica, obsequió un caramelo al niño. Las mujeres —incluida la ciudad— tenían una personalidad que no podía ponerse en duda.
—Da las gracias —conminó su madre. La otra mujer, señalando hacia arriba, preguntó:
—¿Te gustan mis búhos?
A cada extremo del letrero de la óptica sobresalía un par de pequeños troncos, enclavados horizontalmente en la pared a manera de perchas sobre las que se erguía un búho en cada una. Apenas visible, una cadenita mantenía a las aves sin ánimos para volar. De hecho, una de ellas aleteó sin despegar las patas del tronco, por reflejo, desistiendo de inmediato al olvidar de qué se trataba. La doctora repitió la pregunta:
—¿Te gustan?
Los búhos, por momentos, fijaban sus ojos inquietos y penetrantes en el niño.
—Sí —respondió aterrorizado.



La visita al mercado fue rápida, de rutina. Pero al salir, la algarabía de un pequeño tumulto en la acera opuesta atrajo la atención de la mujer y su hijo. Se escuchaban un pandero y la voz imperativa de un hombre, sin que las palabras fueran del todo distinguibles. Un gorro afelpado, negro, en forma de tubo compacto, sobresalía de las cabezas de curiosos. La mujer y su hijo cruzaron la calle. Enfrente había una joyería que hacía las veces de casa de usura (el dueño accedió a la fama por balacear a un deudor que había entrado para robar tanto alhajas como dinero) y, junto a la joyería, había un restaurante veracruzano que se hallaba vacío al unirse sus clientes al alboroto. Empotrado en una de sus paredes, un enorme pez espada parecía envidiar la movilidad de los parroquianos.
Antes de que la mujer pudiera abrirse espacio entre los mirones, escuchó una poderosa exhalación de naturaleza totalmente desconocida que la hizo retroceder, jalando al niño con ella. Sin embargo la risa de la gente la animó de nuevo. Más extraño que el hombre ataviado a la usanza del sur de Rusia y de la lengua que mezclaba con el español, era un enorme oso negro que ejecutaba suertes al ritmo del pandero y de las notas de un flautín que el domador tocaba simultáneamente. El acto se acercaba a su fin, pero el hombre promovía una próxima aparición allí mismo, a la misma hora. De momento, concedía una suerte más a solicitud del público. Entonces, tras admitir dos pequeños golpes con una varilla de acero corrugado, el oso apoyó sobre las patas traseras sus dos metros de alzada, agitando la pelambre polvorienta. Su mirada parecía alejada, casi maquinal, notoriamente distinta a su astucia característica en vida silvestre. El hombre controlaba a la fiera sosteniendo el extremo de una cadena enganchada a una argolla, que a su vez se cerraba en el cartílago ubicado entre las fosas nasales del animal. El oso sostuvo en las patas delanteras una pelota, lanzándola un palmo sobre su cabeza para que, al descender, pudiera golpearla con la nariz en dirección a su amo. Al recibirla, el hombre la devolvía al animal con órdenes en el idioma ajeno. El número se repitió cuatro veces, entre los movimientos trastabillantes del oso que inquietaban al público.
Con una caravana, el domador puso fin al número. El oso volvió a ser cuadrúpedo. Los aplausos premiaron a los ejecutantes.
El hombre se acercó a la bestia. Con desplantes de sobrada confianza, extrajo algo del bolsillo de su pantalón y puso la mano frente a la boca del oso, que pareció engullirla en un instante. La gente apenas alcanzó a exhalar cuando el animal ya echaba en retirada con el hocico lleno de caramelos, como los dos que cayeron al suelo y que el oso se lanzó a recoger a lengüetazos.
Finalmente el hombre encadenó al animal a un poste de luz. Se quitó el gorro y se dirigió a la concurrencia para pedir cooperación. Unas gruesas gotas de sudor le bajaban hasta el bigote. El cabello se mantenía pegado a su frente. Por su parte la bestia, ahora impaciente, volvió a alzarse y lanzó un rugido, la cadena golpeando ruidosa contra el metal del poste. Los presentes se replegaron despavoridos. El hombre giró de inmediato y se acercó para aquietar al animal con rudeza. Pero el oso se resistió a bajar. Su mirada aún se notaba ausente, apenas con el esbozo de una expresión olvidada. Sin embargo, el niño sintió el par de ojos asustados, mirándolo, como si volvieran en sí. Una tunda de varillazos bastó para que el animal olvidara el instinto y el hombre continuara la cobranza.
La mujer puso otros dos malvaviscos en la boca de su hijo cuando el hombre, que calzaba las perneras del pantalón dentro de las altas botas, se aproximó a ellos. La mujer dio una moneda al niño para que fuese él quien cooperara. Cuando el hombre acercó el gorro, el niño alcanzó a verle, bajo la manga amarilla de la camisola, una inolvidable cicatriz en la parte interna del antebrazo.



Con la emoción de un sueño que se realiza, el niño se maravilló una vez más con la fachada de mármol café-con-leche, tan bien pulido que su imagen se reflejaba en él, uniéndolo a las estrellas que se exhibían en vitrinas integradas a la pared: hermosas damas con vestidos entallados y lunares falsos cerca de la boca; caballeros relamidos levantando una ceja y regalando apenas una mitad de sonrisa; cómicos captados en plena payasada; un hombre con disfraz de indio rejego. Todo bajo el letrero: XEW TeleSistema Mexicano. El pequeño Hollywood tenía ya mucho de qué presumir.
En el vestíbulo de la emisora, las imágenes de las estrellas se ampliaban a escala humana: enormes fotos recortadas al contorno de cada artista, pegadas sobre tablarroca y sostenidas por una base a manera de posters móviles, ubicados en el vestíbulo y los pasillos para dar protagonismo a la gente que pululaba por ahí y que parecía codearse con los ídolos de cartón: mujeres dominantes en traje-sastre ceñido a la cintura, con la grupa en alto gracias al tacón de tres pulgadas y con los pechos en oferta según el modisto, discutían con los gerentes a viva voz los planes para la nueva emisora de televisión.
—Ya empezó el programa. Esperen hasta que se apague esa luz roja, que es cuando mandan a comerciales —dijo un oficial mientras obstaculizaba una pesada puerta—. Pero les advierto que el estudio está lleno.
Con gafetes de visitante y paseando por las instalaciones, un par de escritores eran guiados por un hombre y una edecán. Miraban todo con amable desdén. Vestían trajes oscuros de solapa discreta. Uno sin corbata y con el cuello desabotonado; el otro con una corbata tan delgada que apenas se distinguía de un listón. El primero con el cabello sin cortar ni engomar, a diferencia del segundo, que sumaba a su aspecto unos lentes cuadrados y un bigotito sensual.
—¿Sabes que ahí enfrente venden opio? —preguntó el elegante, que ante el desconcierto del otro, añadió: —Sí, sí, cruzando la calle.
La mujer insistió frente las puertas del estudio. Fastidiado, el oficial los dejó pasar antes de que se apagara la luz roja.
Una vez dentro, la mujer y su hijo vieron a Manolito cantando con play-back, simulando el movimiento labial y las exhalaciones prolongadas de cada canción. Al término de su acto, tres hombres se plantaron frente al público, alzando unas pancartas de APLAUSOS. La pequeña estrella fue despedida con una oleada de palmas, que no bastó para ocultar algunos silbidos mientras se perdía tras bambalinas.
Hubo una pausa. Al niño no parecía interesarle Manolito en lo absoluto. Desde el fondo del estudio, se esforzó para encontrar con la mirada a su ídolo, a su verdadero ídolo, de entre los hombres que retiraban la escenografía y acomodaban cables y objetos sobre el estrado. El espacio, más abarrotado que de costumbre, no permitía la visibilidad. Poco a poco se abrieron paso gracias a que varios niños partían luego de ganar premios en los concursos típicos. Otros, desilusionados de la vida de patiños, también se retiraban con lágrimas en los ojos. La mujer, con la bolsa del mandado en la mano izquierda, cargó a su hijo en brazos para aproximarse al estrado donde el ídolo solía dirigir los concursos. Donde también ejecutaba sus números de magia y de animales amaestrados y donde respondía los telefonemas que llegaban desde las aún escasas poblaciones de la república que recibían la transmisión.
Pero el ídolo no aparecía. Lo cual no importaba mientras la mujer avanzara más y alcanzara el estrado para subir a su hijo, ignorando al tipo con gafete de floor manager que intentaba detenerlos. La mujer obsequió al niño otro puñado de malvaviscos. Entonces, del otro extremo del escenario, con sus pantalones zancones y sus zapatos de bola, con sus tirantes y corbata de moño, con el bigote de peine y su bombín, entre aplausos grabados, apareció Don Facundo.
—Sampedro, qué pasó con esa luz, te dije que la quitaras.
—No se puede, jefe. Tuvimos que conectar todo en serie porque tronó el reflector chico.
—Pues ponle un filtro, carajo. Ponte enfrente, pero quítamela de encima, no seas inútil, mano...
—Entramos al aire en cinco segundos para despedir el programa —dijo otra voz, con acento profesional—, cuatro, tres...
—Qué carajos hace este niño aquí, quítenmelo de inmediato —dándole un empujón para sacarlo de cámara. Nadie acudió. esde el estrado, con la boca llena de bomboncitos, el niño dio varios pasos en busca de su mamá, pero la poderosa luz del reflector de Sampedro le dio de lleno en los ojos. El artista, al ver fallido su intento, jaló al niño de un bracito y dijo:
—Aquí tenemos un amiguito que nos va a ayudar a despedir el programa, ¿cómo te llamas?
En ese momento todo pareció agolparse en su cabeza, el sabor del azúcar seduciendo sus papilas, el calor de la calle y del estudio, el contraste entre la poderosa luz del exterior y la iluminada penumbra del set, los borrachos con olor a vómito y meados, los extranjeros, los búhos atados a la cadena, el efecto de la glucosa en su sitema nervioso, el nescafé, el pez espada con su salto eterno, la mirada extraviada del oso, el falso ruso y su cicatriz aquietando a la bestia con puñados de caramelos o golpes de varilla. La lección parecía demasiado intensa para un examen tan pronto. Sus hermanas debían estar viéndolo por televisión.
—Mira a la cámara, ¿cómo te llamas? —volvió a preguntar, con una sonrisa que distraía del apretón al bracito—. Bueno. No tiene nombre. No importa. Ve con tu mamita —el niño quedó inmóvil en el escenario—. Ya lo saben amiguitos, los espero el día de mañana a la misma hora y por el mismo canal. No dejen de enviarme sus cartitas y sus dibujos. Y a quienes puedan venir, los espero aquí en el estudio, Ayuntamiento 52, colonia Centro.
Pancarta de APLAUSOS. A una orden del floor manager, un tropel de niños subió al estrado, brincoteando y saludando a la cámara. Se soltó una red para liberar treinta globos de colores pastel sobre los niños, quienes no tardaron en disputarlos. Un par de edecanes en hot-pants obsequiaron serpentinas y espantasuegras. Subió el volumen de la música. Y los reflectores y las cámaras parecieron enloquecer.


CERILLOS EN LA NIEVE
(de Sobredosis, Nitro/Press, 2002)

I
Entra en mí —dijo Ivana acariciando mi rostro con ternura. Sólo su mano podía ofrecer más calidez que sus fabulosos ojos pardos, viviendo víctimas de una temperatura infernal, un infierno frío.
El sol había elegido muy bien este inmenso pedazo de mundo para no posarse en él y convertirlo en cárcel. Mientras nosotros, pobres imbéciles, improvisábamos nuestro insignificante sol con poca leña.
De hecho, hace poco, durante la madrugada Jristoff y yo sentimos la diáfana mortaja de la muerte —envolviéndonos los huesos como un manto húmedo en temperaturas tan abajo del cero— que rascamos como ratas los maderos de la primitiva cabaña para procurarnos leña. Rascamos con las uñas, por encima de la risa y del llanto, es decir, riendo y llorando al mismo tiempo. Astillada la carne bajo las uñas, rascamos también con las cucharas. Nada nos importaba hacer un boquete en la pared, nos parecía que no podía entrar más frío.
Sin duda el clima nos estaba enloqueciendo: las paredes al menos detenían la ventisca y la nieve, ese soplido de la muerte. A ningún viento le habría sido difícil borrar el amarillo del fuego con un pincelazo de negro y restablecer el dominio del frío y de lo oscuro. Además, teníamos seis días de haber terminado nuestra provisión de cerillos: rascando podíamos obtener astillas, pero nada para encenderlas.


II
Tres días después arribó la esperada dotación de cerillos. Aún estábamos vivos. Nos extrañó que el paquete llegara envuelto en su papel estraza, como siempre, pero acompañado de una ración más. También el resto de nuestras provisiones llegaba en una proporción mayor. Como de costumbre, sin descender del jeep los soldados habían arrojado nuestros paquetes sobre la nieve —tres en vez de dos— y los recogimos para meterlos a la cabaña. Tres botellas de vodka, tres dotaciones de chocolate. Jristoff y yo nos miramos escudriñando las posibilidades. Dudamos que fuera una recompensa por el trabajo que realizábamos sin voluntad. Entonces el conductor del jeep nos llamó desde fuera. Allí estaba la respuesta, bajando de la parte trasera de otro jeep: Ivana.
El brillo abundante de sus cejas oscuras me golpeó el pecho como un mazo. Ella de inmediato agachó la mirada neurótica, se movió rápido y entró vociferando a la cabaña.
Aún afuera, perplejos, Jristoff y yo tardamos unos segundos en mirarnos de nuevo a los ojos. Nada tenía que hacer una mujer entre nosotros. Algo debía estar sucediendo que las reglas se rompían: no sólo veríamos después de meses a una mujer, sino que viviríamos con ella. De haberlo sabido con anticipación, Jristoff y yo habríamos bromeado —muy en serio— sobre la importancia de sostener en nuestra vivienda la democracia que no existía en el exterior, y nuestra disposición a compartir la mujer.
Pero no pudo ser así.
El jeep reemprendió su recorrido. Con un movimiento de cabeza Jristoff me indicó regresar al interior. No sabíamos quién debía hablar primero, ni en qué idioma. Con su polaco natal y su pinche doctorado en literatura rusa, Jristoff aventajaba a mi español intrascendente y mi inglés de bajos fondos.
Reconocí que Jristoff habló con ella en polaco. En otras circunstancias, el ruso habría sido más natural y más neutral culturalmente, pero nuestra particular localización geográfica no lo hacía del todo amigable. Así que Jristoff fue muy inteligente eligiendo primero el polaco. De cualquier modo, la mujer lo miró con rabia y, según vimos, sin entender una palabra. Contestó entonces en un idioma que Jristoff olió fugazmente. Pero eso bastó. Era otra lengua euro-oriental, así que Jristoff sonrió y, sin temor a equivocarse, cambió al ruso para decirle nuestros nombres y nacionalidades, a lo que ella respondió escupiendo hacia los pies de cada uno.


III
Había varias formas de escapar, una de ellas era morir. Y había varias formas de morir, una de ellas era escapar. Como ejemplo de lo primero, sólo se necesitaba un poco de entusiasmo para atacar a los custodios y recibir una descarga de metralla viva. O, en el segundo caso, caminar en cualquier dirección. Increíble que el espacio abierto fuese una barrera más eficaz que un muro; y que, pensando en las prisiones comunes, un muro compacte todos estos kilómetros horizontales en una pila de tabiques cuya distancia vertical no rebasa los doce metros.
Había una mejor opción, sin embargo.
Bastaba con dormir fuera de la cabaña. Pernoctar a temperatura ambiente significaba no pernoctar: antes del amanecer el cuerpo sería alimento congelado para los osos (según los rumores, ése era el pasatiempo predilecto de los custodios: alejar los cadáveres del campamento, aproximarlos en jeep a las manadas de osos o lobos, y reír al verlos desmembrarse entre sus quijadas). Un rumor.
Vivir y morir: no había otra cosa para hacer.


IV
Le llamaban aislamiento, pero un magnate en una isla desierta se aísla bajo condiciones muy distintas. Se nos negaba la civilización. Cerillos y arenques enlatados eran nuestro único contacto con la historia (lo cual era un privilegio, desde mi perspectiva). Sin embargo, Jristoff discrepaba: “Nuestra situación es un permanente contacto con la historia y su estupidez”. Y quizá tenía razón. “Imbéciles, no han entendido que comer pescado y prender una fogata no crean una cultura”, gritaba cada vez que el jeep de las provisiones reemprendía su camino, “el resto de la gente apenas recibe un poco más que nosotros”, les recriminaba cuando la distancia mataba sus palabras, al tiempo que volteaba hacia a mí, un poco para consolarme.
Como fuera, se trataba de un cautiverio que nos regalaba un litro de vodka cada mes (contrario a mi país, donde no recibiríamos nada pero podríamos conseguirlo todo en cualquier momento). Yo no tenía queja. Ni por los arenques.
Nuestro paraíso se componía de vodka y chocolate. Un puñado de tabaco corriente y papel para liar. Aunque no aspirábamos siquiera a café cubano (molido con granos de chícharo), recibíamos lo demás con la misma puntualidad que los alimentos. La comida bastaba para evitar la muerte, pero no el suicidio. Todos sabemos que el suicidio también es muerte y que para combatirlo hacen falta las sustancias.
Jristoff bifurcaba su atención precisamente en este punto. El tema no le interesaba en lo absoluto. En la soledad de la cabaña, días después de alguna visita del jeep, seguía vociferando: “los presos de este país al menos tienen un idioma común, una cultura, un pasado para compartir su presente”. A mi juicio, poca gente en el mundo podía comunicarse o conocerse mejor que nosotros. Pero hacía muchos años y muchas leguas que yo había decidido no discutir jamás, con nadie, sobre nada. Menos lo haría aquí. Ciertamente debíamos agradecer que, aun viviendo como neandertales, no requeríamos de frotar piedras y varas para encender un fuego. Teníamos cerillos. La máxima y mínima diferencia histórica, ya que, por lo demás, una cueva no habría sido más fría o incómoda que la cabaña.
Y cazar osos para vestir resultaría preferible que picar piedra a perpetuidad.


V
El juego y sus reglas se establecieron en el acto. En ningún momento Jristoff y yo intentamos aprender un idioma para comunicarnos. De no ser el idioma local, ¿qué otro idioma tendría sentido en esta nieve eterna? Nuestro lenguaje se limitó al escaso inglés de Jristoff, palabras sueltas en ruso y polaco que memoricé por accidente, así como gestos y silbidos que usábamos a la distancia, en el monte, entre sonrisas, sobre todo al picar piedra.
Sin nada qué compartir que no fueran nuestros genitales, entendí que Ivana elegiría a Jristoff. Dos días tardó en aparecer el amor, en ruso. Y no necesitaron decírmelo, en ningún idioma. Así que, como ya dije, el juego y sus reglas se establecieron en el acto.
Cada noche tenía que antojárseme un cigarro. Lejos de la cabaña. Un cigarro que durara encendido tanto como durara encendido el miembro de Jristoff. Afuera fulguraba el suelo nevado contra el celeste negro; y el espectáculo de los copos de nieve desprendiéndose del cielo como estrellas frías hacía soportable la implacable violencia del verdadero frío. Encontré placentero el alejarme de la cabaña para no escucharles el placer. También disfrutaba al exhalar el humo del cigarro, jugando a adivinar en qué momento se acababa el humo y comenzaba el puro vaho. Mi vaho. Pero lo más placentero era apagar, con un chasquido contra la nieve, la puntita roja de mi cigarro empequeñecido.


VI
Y no cabe duda que el mundo, el destino, la vida, la historia, el hombre, o como le llamemos, suele jugar sucio. Cuestión de expectativas. Nuevamente se esparció un rumor, apareció la esperanza e, infaltable, su gemela fea: la burla sardónica. No. Parecía más fácil que el mundo entero venciera su estupidez, a que alguien recibiera órdenes de libertad desde los altos tribunales militares.
Sin embargo, de nuevo, aunque el brillo en los ojos reservara un espacio para otra decepción, la esperanza continuaba allí. A nadie le interesaba indagar si el muro de Berlín seguía en pie o no, si el Este se mudaba al Oeste, si cambiaban las reglas del juego. Entre nuestros montes de piedra imbatible, la gente otra vez esperaba.
En efecto, a estas alturas la libertad me parecía más una condena. El mismo Jristoff se arrebataba ante la esperanza, ciego, tonto, sin recordar que fuera de aquí también se llevaría una decepción. Prefirió omitir, como los demás, que la libertad no es más que un pequeño conjunto de condiciones, todo tan ilusorio, y que quien habla de libertad ya tiene su propia cárcel.
Finalmente, los rumores tomaron el tono contundente de la realidad. Primero nos enteramos que entre las cabañas a la ladera del monte habían llegado las primeras órdenes de liberación para algunos hombres. Ya conocíamos a alguien que conocía a alguien que había sido condenado a la libertad. Y cada vez estuvimos más cerca.
Hasta que nos llegó el día.
Siendo el destino una porquería, no me extrañó que sólo llegaran dos sobres a la cabaña: ninguno para mí. A ambos los requerían de inmediato los gobiernos de sus países. La vida era una mierda también para ellos. Aquella sería entonces su última noche de amor. Y la última en que yo saldría a fumar y apagar mi cigarro en la nieve.


VII
Ivana salió inesperadamente de la cabaña y me encontró apagando el cigarro sin filtro. Se aproximó a paso lento pero decidido. Cambió su semblante siempre molesto y, frente a frente, por primera vez, me sonrió.
—Entra en mí —dijo acariciando mi rostro con ternura, sin rastros de compasión. Sólo su mano podía ofrecer más calidez que sus fabulosos ojos pardos.
—Entra en mí —repitió, acercándome a ella. Pero negué con la cabeza y devolví su sonrisa. Sólo quería sentir sus manos entibiando mi rostro, derritiendo pausadamente mi piel de nieve.


VIII
Tardó quince días más, pero hoy mismo, por fin, llegó mi orden de libertad. Me dieron tres horas para evacuar la cabaña. Careciendo de pertenencias, he preferido sentarme a escribir estas líneas. Oigo afuera el sonido forzado, lento, del jeep que viene a recogerme. Sólo debo agregar que este gobierno no puede ni quiere gastar en un boleto de avión hasta mi país —y seguramente mi país no puede ni quiere recibirme—, así que les ha sido fácil mandarme por tren, y gran coincidencia, a la tierra de Ivana.
Es posible que la busque, es posible que no la encuentre, lo cierto es que haré lo que nunca he hecho, lo que se hacía en tiempos de mis padres. Primero buscaré sus ojos y la calidez de sus manos. Y quizá después entraré en ella.